Foto: I.N., Árboles de Bruselas, 2008.
Casi todo el mundo sabe que la policía abusa de los que considera vulnerables. Un sector contra el que suele desahogarse son los jóvenes. Por si se me había olvidado, lo compruebo siempre con G. Le paran sistemáticamente, en todas partes. Como G. es tranquilo y dialogante, buen observador y a la vez consciente de sus derechos, suele salir bastante airoso (al margen de su inocencia, pero eso, a la policía, no le interesa tanto). En el aeropuerto, una vez que íbamos juntos, él se adelantó un poco, y cuando yo salí del simulacro de vigilancia y efectiva humillación superflua de ciudadanos inocentes que es el control de equipajes (los terroristas siguen pasando plutonio radiactivo sin problemas y los aviones y vehículos cargados de armas atraviesan todos los días todos los aeropuertos y fronteras del mundo también sin problemas), vi a la pareja de la guardia civil con él, llevándose su documentación, y cuando les pregunté qué pasaba lo llamaron "control rutinario", aunque admitieron que jamás un terrorista o un traficante lleva el aspecto de G., y uno de ellos incluso me dijo que "era lo normal" y añadió: "a mí, cuando no era del cuerpo, también me paraban". Lo que no dijo era la razón, tal vez ni siquiera sabía expresarla, de esa rutina: así se divierten, entretienen y desahogan los del cuerpo mientras no molestan a los verdaderos delincuentes.
Hoy he pagado esa multa completamente injusta de G. Conozco bien a G. y sé que no le importa nada reconocer errores, imprudencias o lo que sea que haya hecho. En este caso, la multa es por "hacer ruidos que perturben descanso vecinos". La noche del 18 de octubre pasado G. estaba con unos amigos apoyados en el coche de uno de ellos, hablando, y alguno de ellos bebía una cerveza. "No susurrábamos -dice-, pero tampoco gritábamos." El lugar era Sant Gervasi de Cassoles esquina Mitre, por donde pasan autobuses con un estruendo considerable. Pero en este país nadie se quejaría nunca del ruido de los autobuses, ni del tráfico, ni de las obras. Dice G. que cuando pasaba un autobús había que esperar o hablarse al oído para poderse oír. Otro amigo que venía de dentro de una sala de música pequeña que hay allí en Mitre les avisó que había dos "secretas" dentro con aspecto cutre, pero ellos no les vieron venir. Los tres guardias urbanos de paisano aparecieron al cabo de poco, les pidieron la documentación y les multaron "por hacer ruido", ya que se habían quejado unos vecinos, y añadieron que les multaban, "por beber en la calle". Sin embargo, en la multa no dice nada de beber. Cuando G. les dijo que, dado que ellos no estaban haciendo ruido, les estaban multando simplemente por estar allí, uno de los tres policías dijo que efectivamente, así era.
El padre de G. recurrió la multa, pero la abogada ya le dijo que lo tenía mal: la palabra de un joven con rastas contra la de dos policías no vale nada, al menos en este país. Mientras se iniciaba el recurso, la multa se ha duplicado y hoy he pagado lo que ya eran 120 euros. Por nada. Por no hacer ruido. Por el placer y la satisfacción de dos policías con aspecto decadente que merodean por las discotecas vestidos de paisano.
Estas cosas y otras peores les ocurren a los jóvenes. ¿Se imaginan lo que les ocurre a los inmigrantes? Yo supe de un senegalés con papeles, que antes trabajaba en un taller de fundición que servía a la Seat y luego montó su garito de bisutería, siguiendo la tradición de su familia, al que detuvieron una vez por error, le pegaron una paliza considerable, le amenazaron y asustaron y luego le soltaron al comprobar que no era él. Naturalmente, nadie le pidió perdón, y él no presentó demanda porque sabe que en este país tendrá siempre todas las de perder. Historias como ésa y mucho peores he escuchado una y otra vez, de gente que no fantaseaba ni inventaba.