Foto: I.N. El tronco de seda cruda del abedul, Cortanovci, Vojvodina, Serbia, 2007
Ayer, en El País, me sorprendió la carta de un médico que se consideraba maltratado por el sistema, pero también por los pacientes, a los que visitaba tres minutos y que le increpaban cuando se iba a comer. En lugar de rebelarse contra unas visitas tan precarias e insuficientes, la tomaba contra ellos, sin recordar que los pacientes son, en general, gente que sufre de algún mal y que si eligió esa carrera, debería tener cierta empatía con el dolor humano. Una visita de tres minutos tras una larga espera es un tratamiento ofensivo, que menosprecia el dolor.
Naturalmente, los médicos deben cobrar y trabajar en condiciones y es lógico que se vayan allí donde les consideran mejor y facilitan su práctica, pero parece que en nuestro país, la gran mayoría de médicos haya perdido toda humanidad y toda empatía hacia los enfermos. Se ve que ese médico no ha tenido que sufrir como paciente los abusos, el maltrato y el encarnizamiento terapéutico.
Yo he visto a mi padre y a su tercera mujer sufrir y morir en condiciones terribles gracias a ese personal de médicos deshumanizados, interesados tan sólo por la investigación y los números. Cuando le diagnosticaron el cáncer de pulmón, un amigo de mi padre, prestigioso oftalmólogo, le dijo a su mujer: "No hagáis nada. Será inútil y sólo servirá para hacerle sufrir cinco o seis meses que le quedan de vida." Ella no se lo transmitió. Además, una flamante y política doctora, entonces con cargo importante en Vall d'Hebron, engañó a mi padre, amenazándole con que, si no se sometía a los tratamientos, se quedaría inválido durante un año. Mi padre detestaba depender de otros y decidió someterse. Le operaron para eliminar la metástasis del cerebro. La quimioterapia le produjo acúfenos terribles y distorsión del oído, ya no pudo escuchar su música, pero tampoco distinguir las voces, saber si por teléfono le hablaba un hombre o una mujer. Le producía náuseas constantes y un sabor metálico, tuvo que renunciar a su querido vino y la comida le sabía mal. Antes de entrar en el quirófano, me dijo que casi prefería no salir de allí porque, dijo, muy despacio y en voz baja: "Ya no tengo... calidad de vida". La operación, abrirle el pulmón para volver a cerrárselo sin hacer nada, le produjo terribles dolores, pero no le daban más que Nolotil. Yo recuerdo mi desesperación de un domingo en el Hospital de la Vall d'Hebron, las enfermeras retrasándole el Nolotil porque tenían que hablar de sus amoríos. "No les digas nada", decía mi padre, con su nuevo estoicismo cansado, "si te quejas, es peor". Al fin encontré a un médico de guardia y le abordé. "Es una vergüenza que dejen a este hombre sufrir así", le dije. "Y en pleno postoperatorio." Debí de pillarle en un momento bajo porque a partir de ese momento, mi padre pasó a régimen de morfina.
Recuerdo también la asombrosa reunión con los dos médicos que nos convocaron para anunciarnos que no había nada que hacer, que no le habían podido quitar el pulmón. "En cambio, la operación de la cabeza salió muy bien, ¿verdad?", comentaron orgullosos y risueños, con una alegría ligera, como si hablaran de piezas de coche. Obviamente, a ellos no les importaba que se muriera, pero tampoco se les ocurría pensar que a nosotros sí. Alguna de mis hermanas quería matarlos. Ninguno de ellos se ocupó de decirle las noticias a mi padre. A partir de ese momento dejó de interesarles: ya no podían experimentar más con él.
Por suerte para él, le atendió alguien de la unidad del dolor. Personal empático, amable, comprensivo, que intentaba ayudar a los pacientes que van a morir. Yo no podía entender la diferencia. ¿Por qué no educan ustedes al resto del hospital?, les pregunté.
El padre de un amigo tuvo el mismo cáncer que mi padre, duró también 5 meses como él, sólo que se negó a someterse a ningún tratamiento excepto homeopatía y lo único que tuvo fue tos. No murió en la terrible agonía de mi padre, ni nadie de la familia tuvo que suplicar a un médico que se negaba a acortar el sufrimiento por "creencias religiosas". Él sí tuvo un tiempo de calma para despedirse del mundo, y pudo saborear su comida y su vino y escuchar su música hasta el fin.
Tres años después de la muerte de mi padre, su mujer, mucho más joven que él, tuvo el mismo cáncer, en el mismo pulmón ("Son las lágrimas que no lloré", decía ella) y fue a parar al mismo hospital ("Espero que me toque la misma cama, así me sentiré acompañada"), donde la trataron con la misma actitud, inútilmente, sin evitarle el dolor, sino al contrario, sometiéndola a pruebas muy duras, hasta su muerte.
No voy a contar aquí todos los detalles de esos tratos porque no quiero producir pesadillas a nadie. Cuando, años después, una mujer de mi familia tuvo un cáncer, me pidió que la acompañara al Hospital Clínico. Allí, unos médicos jóvenes nos explicaron el protocolo, con orgullo científico: operación, introduciendo un isótopo radiactivo en la misma intervención para ver la afectación, decisión en quirófano del trozo que se le extirpaba, quimioterapia y radioterapia. Cuando preguntamos por el crecimiento del tumor, el médico se explayó apasionado con su ciencia: "Hay tumores estrellados, tumores con prolongaciones, tumores que crecen deprisa y otros..." Los dos parecían emocionados al enseñárselo uno a otro durante la exploración táctil: ""Mira, ¿lo ves? ¡Aquí se nota perfectamente!", con ilusión, como si fuese un recién nacido. Y claro, los tumores son sus bebés, pensé yo. Cuando ella dijo que no sabía si haría nada de aquello, la interpelaron con furia escandalizada: "Vamos a pedir otra opinión", dije yo, para calmarles. "Ah", dijeron con alivio momentáneo. "Pero en todas partes le dirán lo mismo", añadieron enseguida. Al salir, a ella le cayeron lágrimas. "No te preocupes", le dije. "Buscaremos otra opinión. Esto es un laboratorio, ellos no saben nada de ti..."
Ella buscó alternativas y las encontró, pese a la presión de mucha gente, que no la comprendía e intentaba traspasarle su miedo. No se operó ni se sometió a esos tratamientos agresivos, sino a otros alternativos, sin molestias y sin efectos secundarios. Al cabo de unos meses, el tumor, que ya era pequeño, se le había reducido y encapsulado. No volvió a tener más molestias y el tiempo ha pasado. Yo no puedo garantizar que ese sea el final de todo, ¿pero quién podría, en ningún caso? Todos vamos a morir un día. Lo que sí puedo decir es que ella evitó todo ese horror.
La quimioterapia es un gran negocio, tan grande y tan dañino como la venta de armas. Algunos científicos han planteado que el cáncer esté relacionado con el sistema inmunológico y en ese caso, se trataría de reforzar las células y no de debilitarlas. En España no interesa investigar. Ya sé que curan a algunos, pero a qué precio. Y a muchos otros los masacran a sufrimientos, aun sabiendo desde el principio que es inútil. Uno siente una gran soledad frente a ese mercado de perversos chamanes. Es muy difícil encontrar tras un diagnóstico una orientación honrada, independiente de los grandes negocios y los laboratorios donde sólo importan los resultados numéricos y el avance de las investigaciones. Se ocultan resultados. Se ensaya con fármacos nuevos sin permiso. Se trata al enfermo con una indiferencia total.