Ayer por la mañana tuve una reunión del grupo de Trauma i Transmissió, que trabaja la memoria histórica desde el punto de vista de la salud mental. El encuentro fue interesante y lleno de vías para seguir pensando y trabajando. Durante este año seguiré colaborando con ellos en la medida que pueda, haciendo entrevistas y escribiendo.
Por cierto que hace unos días tuve ocasión de asistir a la presentación del informe de ese trabajo de investigación en el Colegio de Psicólogos de esta ciudad. La presentación fue memorable, porque además de las psicoanalistas que han dirigido la investigación e impulsado el proyecto, Anna Miñarro y Teresa Morandi, y de la psicóloga que se encargaba de las encuestas, asistió una testigo de excepción, Josefina, una mujer que con la narración de su caso hizo una demostración de cómo pasar del trauma a la re-significación, y sus palabras servían para explicarme a mí misma mi transformación con el psicoanálisis, es decir, de cómo las propias heridas y hándicaps y dolor antiguo los llevaremos siempre con nosotros, pero podemos lograr reconvertirlos en algo favorable, darles en cierto modo una vuelta. Y su experiencia traumática había empezado en Figueres, donde yo nací.
Sólo me chocó que, a diferencia de la abarrotada sala de la presentación pasada en el Museu d'Història, en esta ocasión asistieran tan pocos psicólogos, algo que -tal vez me equivoque y fuera casual- me pareció sintomático de la indiferencia de este país por su memoria, por lo más importante que ha ocurrido en el siglo XX, por la manera en que esos hechos -guerra y posguerra y años de silencio- siguen afectándonos.
Son esos 2 minutos de silencio que cada año dedican los holandeses a conmemorar sus heridas (y que aprovechó Heddy Honigmann para escuchar a los supervivientes, los familiares de seres desaparecidos, los hijos de delatores y nazis, y los que ni siquiera podían articular palabra), esos 2 minutos de silencio que nosotros no nos concedemos para pensar, 2 minutos que cada año negamos y que nos llevan no sólo a la amnesia, sino también a la burramia, a la violencia, a los problemas de identidad.
Y también está el problema de la no-escucha de tantos profesionales de la salud mental en este país, esa falta de formación y de sensibilidad hacia la memoria histórica en un lugar como éste, donde el terror no terminó en los años de la contienda, sino que se prolongó durante toda la larga dictadura, y donde los vencidos y sus familias tuvieron que vivir la represión en todos los campos, desde la ejecución y la cárcel a la imposibilidad de ejercer su profesión, la miseria, el aislamiento, y el silencio general.
En Europa, médicos y profesionales de la salud mental están acostumbrados a preguntar a los pacientes qué hicieron o qué les ocurrió en la guerra (a ellos, a sus padres y abuelos). Aquí esa pregunta no existe, y eso genera que nadie asocie los síntomas posteriores ni encuentre la causa. Se citó el caso de un hombre de 80 años, violento y maltratador, con un historial psiquiátrico en el que nadie le había preguntado, y sólo al aterrizar en manos de estas psicoanalistas se supo que había sido torturado y encarcelado, una condición que era necesaria y decisiva para ayudarle. Resulta curioso que se prefiera simplemente encerrar y medicar a los pacientes, cerrarles la boca. Tampoco se asocia la tristeza o la violencia de los nietos, tercera y cuarta generación, porque lo que ocurrió a sus abuelos no se habló, no se resolvió, y el silencio pasó cargado de unos a otros.
La narración de las vías de resignificación y superación del trauma me pareció también interesante: a través del asociacionismo y la actividad política y social, el arte y la escritura, principalmente. Y el poder destructivo del silencio, que transmite su carga como una losa a través de las generaciones.