sábado, agosto 21, 2010

Otro artículo sobre la destrucción del paisaje y el entorno

Foto: I.N. Cadaqués, 2010
EL PAÍS
TRIBUNA: MIGUEL A. LOSADA La destrucción de las playas españolas La Ley de Costas no ha podido frenar el deterioro del litoral, que se gestiona como un espacio económico. Las todopoderosas industrias de la construcción y el turismo marcan las pautas de su uso y explotación MIGUEL A. LOSADA 20/08/2010 Más del 50% de las playas y el 70% de las dunas en la costa española están degradadas o profundamente alteradas; el 60% de los humedales que había en 1950 ha desaparecido; más del 60% del entorno inmediato de las playas de las costas mediterránea, atlántica sur y de los archipiélagos está urbanizado. Con los ritmos de ocupación seguidos en los últimos 60 años, incluidos los tres periodos de recesión económica habidos, hacia el año 2030 la totalidad de la costa española estará tocada por actividades humanas. El Algarrobico, Son Bou y la costa de Murcia son los últimos ejemplos de devastación urbanística Greenpeace informa anualmente de la connivencia de las distintas administraciones La costa es la franja marítimo-terrestre donde la corteza pasa de estar permanentemente sumergida a ser tierra firme; un paisaje complejo de múltiples colores y texturas; un organismo vivo en permanente proceso de remodelación y embellecimiento por la acción de las fuerzas de la naturaleza; el destino final de las olas y de los maremotos; una esponja que amortigua y controla sus acciones; el principio de los encuentros del hombre con el mar. El Reino de España tiene algo menos de 10.000 kilómetros de costa; calas, rasas y acantilados, ramblas y deltas, estuarios, rías y marismas, flechas, cordones y lagunas litorales, playas de arena y guijarros, dunas..., son algunas de las formas naturales que albergan ecosistemas esenciales para la diversidad biológica, que se podían encontrar a lo largo y ancho de la costa española y que formaban parte de su patrimonio paisajístico único, finito, frágil y sensible. Posiblemente, fueron las cualidades excepcionales de la costa y la tradición jurídica las que motivaron que la Constitución Española, Artículo 132.2, proclamara como bienes de dominio público la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona económica y la plataforma continental, y ordenara su regulación por Ley. La Ley de Costas, Ley 22/1988, reconoce el carácter público de la costa y define la parte terrestre de estos bienes y los integra en un concepto territorial, la ribera del mar, utilizado en el Código de las Siete Partidas por el rey Alfonso X el Sabio; además, acota, regula y administra su uso y ocupación temporal. Ella y la normativa adicional de las Comunisdades Autónomas son los instrumentos jurídicos indispensables para que el patrimonio colectivo, especialmente valioso como espacio natural de libertad, sea preservado para el uso y disfrute de los ciudadanos. La Administración General del Estado, las Comunidades Autónomas y los Municipios son responsables de que así sea. El deslinde es el procedimiento que establece la Ley de Costas para delimitar el dominio público marítimo-terrestre (DMPT). Cualquier uso no común, que por su naturaleza no pueda realizarse sino en la ribera del mar, requiere de un título administrativo, concesión, reserva o adscripción. Desde el deslinde, la ley proyecta su incidencia hacia el interior del territorio, en bandas paralelas a la línea de costa, estableciendo servidumbres de acceso y tránsito y protección (limitación) frente a la urbanización, imprescindibles para garantizar la integridad física y el uso común del DMPT. Sin embargo, una parte de la costa española está en manos privadas, urbanizada, alterada profundamente o destruida. Ya en 1988, en la exposición de motivos de la Ley de Costas, se decía: "Este doble fenómeno de destrucción y privatización del litoral, que amenaza extenderse a toda su longitud, exige de modo apremiante una solución clara e inequívoca, (...) con una perspectiva de futuro, tenga como objetivos (...) la protección y conservación de sus valores y virtualidades naturales y culturales...". La realidad es que la Ley de Costas no ha podido frenar los motivos por los que fue promulgada. Desde hace una década, los informes anuales Destrucción a toda costa de Greenpeace son referencia crítica de la creación de la burbuja inmobiliaria y de las connivencias de las distintas administraciones públicas con lo que ocurre en las costas españolas. A principios de la década de los sesenta del siglo pasado, se accedía a las playas al norte de Oropesa (Castellón) hasta Alcossebre por caminos rurales, entre campos de olivos y naranjos. Formaban parte de la denominación turística de costa de Azahar. Los desarrollos urbanos de Marina d'Or y Torrenostra han transformado de forma radical la costa primitiva y han encajado el Parque Natural del Prat de Cabanes. Al norte, las urbanizaciones de Alcossebre rampan por las estribaciones del Parque Natural Sierra de Irta; ¿qué les depara el futuro al Prat de Cabanes y a la Sierra de Irta? Son Bou es una de las playas de Es Migjorn en Menorca. Sus arenas blancas, sus dunas y el humedal que a mediados del siglo pasado aún se comunicaba con el mar por varias golas son sus principales cualidades naturales. Al este reposan las excavaciones de una basílica paleocristiana, encajonadas por edificios irrespetuosos e ignorantes y levantados sobre las dunas. La reciente construcción de una carretera y un aparcamiento sobre la laguna litoral anuncia lo peor: ¿en los próximos años se urbanizarán la laguna y las dunas de Son Bou? A principios del siglo XX, entre los cabos de la Huerta (Alicante) y Palos (Murcia) dando apoyo a la Manga, se podían disfrutar unos 100 kilómetros de costa formada, en su mayor parte, por playas barrera y lagunas litorales entre pequeños tramos acantilados. Sobre aquellas se construyeron pueblos barrera de edificios barrera. Lo que fue bello ahora es lineal, monocromático y simple, sin valor ambiental; todos ellos están amenazados por la subida del nivel del mar asociada al calentamiento global. Se pronostica que, en este siglo, el mar ascenderá entre medio metro y un metro. ¿Se protegen o se desmantelan estos desarrollos urbanos? ¿Quién paga? La construcción de un hotel mastodóntico sobre el acantilado de la playa del Algarrobico, posiblemente para delimitar (colonizar) un tramo de costa "urbanizable" en las cercanías de Carboneras, ha disparado todas las alarmas. Ocupa terrenos del Parque Natural del Cabo de Gata, que alberga un entorno privilegiado donde todavía es posible el diálogo libre del hombre y la costa. Otros desarrollos penden sobre este parque natural: el crecimiento brutal de San José acosando la playa de los Genoveses y las propuestas urbanizadoras de las Salinas y la Fabriquilla. ¿Son compatibles estas ocupaciones con la Constitución y la Ley de Costas? Son solo algunos ejemplos. Si las evidencias naturales, las consecuencias y las leyes son tan contundentes, ¿por qué se sigue destruyendo el patrimonio colectivo e ignorando lo que dicen la ciencia y el conocimiento? Si en las últimas elecciones generales todos los partidos llevaron en su zurrón de promesas la sostenibilidad de la costa, ¿por qué allá donde gobiernan porfían con el desarrollo urbanístico a toda costa? ¿Dónde quedó la política del anterior Gobierno, conflictiva, sí, pero a favor de la sostenibilidad de la costa, de los derechos de más de 45 millones de ciudadanos y de un legado ejemplar, justo y solidario, y acorde con el valor ambiental de la costa española? Desde hace más de 60 años, con breves y notorias excepciones, la costa española se gestiona, principalmente, como un espacio económico donde las todopoderosas industrias de la construcción y del turismo marcan las pautas de uso y explotación, y los municipios costeros encuentran la vía de construir y mejorar sus infraestructuras y financiar sus gastos corrientes. Cuando hay desastres naturales, todos ellos son los primeros en demandar la reconstrucción y las subvenciones pertinentes. Entonces, los partidos políticos callan ante la sinrazón y otorgan. Si las leyes no son las adecuadas, se deben cambiar, pero, entretanto, se deben cumplir con tolerancia cero. El futuro es desesperanzador, pues la experiencia pasada y la realidad cotidiana nos muestran que, en el Reino de España, no se consigue manejar con inteligencia el binomio desarrollo socioeconómico y proceso evolutivo natural de la costa. La ambición personal de unos pocos y la complicidad de otros están provocando la pérdida irreparable de nuestro patrimonio y dejan un legado insostenible para las siguientes generaciones. Miguel A. Losada es director del Centro Andaluz del Medio Ambiente y catedrático de la Universidad de Granada.

viernes, agosto 20, 2010

Un artículo en El País de ayer contra las corridas y la crueldad animal

Foto: I.N., Cadaqués, 2010
TRIBUNA: PABLO DE LORA, JOSÉ LUIS MARTÍ Y FÉLIX OVEJERO De toros y argumentos Ni la tradición, ni la libertad de empresa, ni la protección de una especie, ni el arte y la diversión de los aficionados sirven para justificar una actividad que produce dolor y sufrimiento a un mamífero superior 19/08/2010 En el mundo hay personas que creen que los animales poseen ciertos derechos, o cuanto menos que los seres humanos tenemos ciertas obligaciones para con ellos. Y también hay personas que genuinamente creen que no. No es un drama. También hay quienes creen que Elvis Presley sigue con vida, que el color de la piel debe determinar nuestros derechos o que vivimos entre fantasmas. Hay gente para todo. Si para preservar una especie debemos torturar a todos sus miembros, tal vez no merece la pena En EE UU se castiga la creación, venta o posesión de material gráfico con crueldad animal Pero no hay razones para todo. Los filósofos morales discrepan profundamente sobre el estatus ético de los animales no humanos, pero muy pocos, por no decir ninguno, sostienen que no tenemos ninguna obligación de respeto mínimo, al menos hacia los grandes mamíferos. También los legisladores en muchísimos países del mundo piensan que la crueldad o el maltrato gratuito hacia los animales no son admisibles, llegando a considerar esos actos como delitos. En Estados Unidos, una ley federal promulgada en 1999 castigaba incluso la creación, venta o posesión con fines comerciales de material gráfico que muestre crueldad animal. Con esa norma se trataba de poner coto a la industria de los llamados crush videos -imágenes que muestran la tortura intencional y sacrificio de animales indefensos (perros, gatos, monos, ratones y hámsters)- con los que, al parecer, algunos individuos obtienen placer sexual. La discusión se centra, por tanto, en estas otras cuestiones: ¿qué obligaciones concretas tenemos y hacia qué animales? ¿Cómo podemos ponderar dichas obligaciones con otras consideraciones moralmente valiosas, como la alimentación y supervivencia de los propios seres humanos o la investigación médica? ¿Es el ocio o incluso el arte uno de esos bienes que cabe sopesar frente al sufrimiento cierto de un animal no humano, como ocurre en las corridas de toros? Habida cuenta de la alarmante confusión que ha presidido estos días los debates y comentarios, queremos analizar algunos de los argumentos esgrimidos en defensa de la pervivencia del llamado "espectáculo" de los toros e impedir su prohibición. Vamos a orillar la cuestión identitaria, que algunos interesadamente han introducido en el debate, o la disputa jurídica sobre la competencia del Parlament para tomar esta decisión, así como la hipocresía o incoherencia moral de quienes defienden la medida adoptada, pero no se oponen con parecidas armas a otras prácticas igualmente crueles. Nos centraremos en estos cinco argumentos: la tradición, la desaparición natural, la preservación de la "especie", la libertad y el arte. El argumento de que los toros son una tradición consolidada en España -y en otros países- no tiene mucho vuelo. Que una acción se haya venido produciendo a lo largo del tiempo sencillamente no ofrece ninguna razón moral para seguir realizándola. Segundo, estos días hemos podido escuchar en boca de algunos protaurinos una preferencia por la "desaparición natural" de las corridas antes que por la prohibición impuesta por el poder público. Las corridas ya habían perdido buena parte del favor popular en Cataluña -se dice- así que hubiera sido mejor que se dejaran extinguir por sí solas. Pero este argumento tampoco funciona. Imaginen que lo extendiéramos a otras acciones o actividades prohibidas. Que dijéramos algo así como: "Cada vez son menos los padres que maltratan físicamente a sus hijos menores, así que dejemos que desaparezca esta práctica de manera natural". O tenemos la obligación de no infligir sufrimiento innecesario a los toros -o a nuestros hijos- o no la tenemos. Esto es lo que debemos discutir. ¿Para qué prohibir algo que ya nadie hace? Se ha aducido también que, si no fuera por las corridas, desaparecería esta "especie" de toros, y que si las prohibimos, propiciaremos su desaparición. Es el argumento de la preservación, un razonamiento añejo en los pagos de la discusión sobre la consideración moral que merecen los animales no humanos. Al respecto cabe esgrimir, primero, que, desde el punto de vista zoológico, los toros de lidia no constituyen una "especie" independiente. Segundo, si los aficionados son tan profundos defensores de los toros que luchan por su supervivencia, ¿por qué no aúnan esfuerzos colectivos para preservarlos creando refugios naturales en las dehesas sin causarles por ello sufrimiento, como hacemos con los bisontes, por ejemplo? Finalmente, a nosotros nos preocupan prioritariamente -en este y en otros ámbitos de la ética- los intereses y el bienestar de los individuos que sufren el maltrato. Las "especies" -como las lenguas, las naciones o los pueblos- no se ven afectadas por el perjuicio de su inexistencia. Si para preservar una especie debemos torturar a todos sus miembros, tal vez la preservación no sea tan valiosa. En cuarto lugar, se apela a la libertad: la prohibición supondría un "liberticidio", han dicho algunos. El poder público no está, ha señalado una representante del PP, para decirnos cómo vestir o qué estilos de vida abrazar. Una segunda expresión de la libertad -la libertad de empresa-, ampararía también que se sigan celebrando corridas. El argumento en cuestión presupone lo que antes hemos negado: que desde el punto de vista moral es irrelevante el sufrimiento o dolor que causemos a los animales no humanos. Si la prohibición es un sacrificio ilegítimo de la libertad de espectadores y empresarios es porque lo que ocurra con el toro en la plaza no cuenta nada. Se ha repetido hasta la saciedad, pero muchos no se han querido enterar, que nuestros ordenamientos jurídicos cuentan con multitud de restricciones a la libertad que nadie considera ofensivas ni liberticidas porque con ellas se protegen bienes igualmente valiosos o importantes, incluso cuando ni siquiera se infligen daños a sujetos con capacidad de sufrir. La protección del patrimonio histórico-artístico, o del medio ambiente, o la disciplina urbanística, son ámbitos plagados de prohibiciones en aras a que todos disfrutemos de paisajes, o ciudades más amables, o de un legado monumental, pictórico, escultórico que estimamos valioso. ¿Alguien se imagina que un grupo de personas, basándose en la libertad de empresa, constituyera una sociedad que organizara espectáculos de tortura pública de delfines, en el que tras causarles diversos daños, dolor y sufrimiento se acabara con su vida con una espada? ¿Justificaría algo la libertad de empresa, o incluso la diversión que pudiera generar esta macabra actividad en cierto público? ¿O es que los toros merecen menos respeto que los delfines? Ni la libertad de empresa, ni el lucro mercantil, ni la diversión de los aficionados, sirven para justificar una actividad que produce dolor y sufrimiento a un mamífero superior. En último lugar, tal vez buscando ese otro valor que justifique el daño infligido, se esgrime habitualmente el argumento de que los toros son un arte -no los toros en sí mismos, entiéndase, sino las acciones que les provocan sufrimiento y al final la muerte-. Pero este razonamiento es, en el mejor de los casos, incompleto, y en el peor, inconcluyente. Lo que sí nos interesa subrayar es que, de resultas de ese debate, cabe concluir que decir que algo es arte no le confiere ningún estatus o valor especial a la actividad en cuestión. Lo que da valor -estético- a un objeto no es, pues, que dicho objeto sea simplemente catalogado como arte, sino el hecho de que se trate de buen arte o arte valioso. Por lo demás, igual que una tradición no es, por el hecho de serlo, buena o mala moralmente, tampoco lo es el buen arte. No confundamos, por cierto, el supuesto "arte de los toros", con el indiscutible "arte acerca de los toros". Que algunos artistas hayan realizado magníficas obras a cuenta de las corridas, como tantos novelistas las han realizado a cuenta de los asesinatos, no les otorga -ni a las corridas ni al asesinato- ninguna dignidad artística. Los fusilamientos del 3 de mayo no se disculpan por la pintura de Goya. Por seguir con la misma comparación: aunque Thomas de Quincey y algunos de los aficionados a las novelas de misterio tuvieran razón, y el asesinato fuera una de las bellas artes, ello no quiere decir que debamos derogar los artículos 138 a 143 del Código Penal. Y por cierto, un aviso para malpensantes y tramposos: no estamos comparando el asesinato de un ser humano con el sacrificio de un toro; no, no estamos estableciendo una relación de semejanza sino una semejanza de relaciones. No han faltado en estos días los defensores de la "fiesta nacional" que nos recuerdan que este debate forma parte también de la tradición taurina, como si de un adorno se tratara. Pero no, no se trata de "dar vidilla" -con perdón por el sarcasmo dado el contexto- como si los argumentos, en el fondo, dieran igual. Cuando se discute sobre la conveniencia de una ley que ha de regir la convivencia, los argumentos son lo único que importa. Pablo de Lora, profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid; José Luis Martí, profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, y Félix Ovejero, profesor titular de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.