Foto: I.N., Orilla del Danubio en Cortanovci ("los árboles crecen del agua"), Serbia, 2007
Ha pasado mucho tiempo, para mí una eternidad. Intenté escribir una síntesis antes de irme, pero estaba agotada. ¿Cómo reconstruir ahora la fiesta? Creo que fue un éxito. Todos brillaron, cada uno a su manera: Dante Bertini abriendo con su gracia sutil, Enric Casassas muy inspirado y compenetrado con Gasull, el dúo Vilallonga con Paulina Fariza y el joven Iannis Obiols de voz clara, Lluís Maria Todó con su homenaje irónico y cálido, Clapès no sólo con su lectura precisa, también con su presencia y ayuda, Dolors Udina y Esther Zarraluki leyendo a otros poetas con voces sugerentes, las citas a Joaquim Folguera, que protegió la fiesta con su espíritu, todos los poetas, con su diversidad de tonos y escritos: Francesc Parcerisas, Mireia Mur, Cinta Massip, Josep Pedrals (al que le pedimos doblete en un momento de impasse), Victor Sunyol, Francesc Gelonch, Jordi Valls, Ester Xargay, que cantó unas corrandas, y el músico Xavi Lozano, que tocó un tiple hecho con madera de azufaifo... Y todos los que trajeron sus textos con humor, genio poético y pasión, y también los que los mandaron, como Hac Mor o Dolors Miquel o Joaquim Carbó... Las intervenciones necesarias de algunos de los protagonistas más decisivos, como Ninca Lacruz, pero también Borja Querol... Y la asistencia de muchos amigos y participantes y vecinos y gente que se acercó después a felicitarnos, algunos con frases emocionantes...
La crónica de El País recogió algunos momentos memorables y olvidó otros (convirtió a Elena Vilallonga y Paulina Fariza en "Paulina Vilallonga", y a mí me clasificó como traductora, que lo soy, pero mi relación con ese árbol se ha basado más en mi escritura que en ninguna traducción, y casi todos los que han escrito sobre el tema me citan, con o sin nombre). Pero lo importante es que saliera. También Dolors Udina habló de nuestra fiesta en el Avui. Y tal vez me haya perdido alguna otra crónica, porque me fui a la mañana siguiente a Serbia... Y el blogger Frikosal muestra tres fotos del evento, en blanco y negro (yo quería una prueba de que estuve allí, pero no salgo... ¿quizás lo soñé?). Y otro distinguido blogger me dedicó un pequeño homenaje que me llegó mientras estaba en Serbia.
Hubo un momento, al final de la Festa del Ginjoler en que yo hablaba con alguien en el escenario, tras acabar mi pequeña intervención de cierre, y ese alguien me dijo: "Oye, te están aplaudiendo a ti..." Y miré frente a mí y vi que la gente aplaudía, en efecto, y sentí un arrebato de pudor, porque no aplaudían ningún texto, sino mi iniciativa o mi obcecación con el árbol y me fui deprisa, porque yo no habría logrado nada si no me hubieran apoyado muchos otros...
Y aquí copio el texto que leí, que algunos me han pedido... (No incluyo la breve introducción de agradecimientos y quejas, que hice en catalán...)
Mi historia del azufaifo
Hace años que vivo en esta calle y antes en la calle Pujol y siempre me había gustado este árbol desmadejado y generoso que cruzaba el cielo de Arimón, con esa extraña humildad mayestática de algunos árboles, que daba sombra a la calle y sembraba la acera de flores diminutas en primavera y de frutos pegajosos en otoño. Pero fue culpa de mi prima, la sinóloga y lacaniana Vanessa, que un día me dijo: “Siempre que paso por tu calle me acuerdo de Pekín, por el azufaifo…”
Ella no sabía que las azufaifas eran parte de mi infancia, que a los 4 años, en el colegio de Figueres, saltábamos una tapia y entrábamos en un huerto encalado, inundado de sol, y comíamos esa especie de rústicas y gordas cerezas sin nombre, y una vez debí de darme un atracón, porque al llegar a casa me dolió la barriga, y mi tía Rottenmeyer, antes de encerrarme en el cuarto de la caldera, me dijo: “¡Esto te pasa por comer azufaifas!”¡Azufaifas! La sonoridad árabe de la palabra se me quedó grabada, pero el mandato de mi tía debió de ser más fuerte porque nunca más volví a saber de ese fruto, y aunque recordaba el sabor dulce y algo tosco y a veces había pensado vagamente en buscarlo por los mercados, nunca lo hice. Así que viví media vida al lado de un azufaifo, admirándolo sin saberlo… Igual que antes había veraneado en Roses, junto a la Riera dels Ginjolers…
Pero cuando Vanessa y yo fuimos a verlo juntas, la casa tenía un letrero que decía: Deconstrucciones Démeter. ¿Acaso los derribos se habían vuelto derridianos? ¿Y cómo podía Démeter, diosa de la agricultura, sembrar cemento? O Supportis, la constructora, ¿a quién apoyaba? Pero esos nombres sólo eran parte de la Cultura de las Mentiras. Y llegaron los obreros y empezaron a malgastar su energía derribando la casa y vimos caer las persianas verdes, las molduras y el porche en sombra que habían estado siempre allí.
En unos meses habían tirado tantas casas, todo el patio de manzana estaba lleno de grúas y en vez de las visitas de los pájaros, sólo teníamos, tenemos, ruido y polvo, y en vez de los jardines abandonados e intrincados de la Bella Durmiente, sólo cemento y una plaga de fealdad que se extiende como metástasis por este pobre barrio, que antes era verde y fresco y decimonónico y ahora es mediocre, polvoriento, ruidoso y feo.
Yo lo escribí en el blog. Y entonces apareció Ninca Lacruz, y me ofreció su ayuda “pour faire le trottoir”, como decía ella, recoger firmas de vecinos, y usar su experiencia jurídica europea para reclamar. Descubrimos que no era un árbol cualquiera, que podía ser bicentenario y que en toda Europa no había documentado otro tan grande. Una especie que los árabes trajeron de China, donde hay zonas con clima mediterráneo, y que sirvió para construir barcos, pero también instrumentos musicales. Més eixerit que un gínjol…
Un día me llamó Pau Orriols, un luthier de Vilanova que fabrica tenoras y oboes antiguos con madera de ginjoler y vino a coger tierra de nuestro árbol para la festa major d’Esplugues. Él y su mujer me contaron que el azufaifo es el árbol del confín, donde Mahoma tuvo la revelación, y que según el Corán, más allá del azufaifo sólo está dios. Y que es el árbol del amor en Persia, y que en Italia, cuando uno se enamora y se queda atontolinado, dicen que ha bebido il brodo delle gíuggiole. Él me dio una peonza de madera de azufaifo que siempre llevo encima y planeó una excursión en octubre a la Festa delle Giúggiole de Arqua Petrarca. Y en plena crisis de insomnio, supe que la medicina china usa las azufaifas para dormir.
En el distrito, las autoridades nos trataron con desprecio y sonrisas desdeñosas, a pesar de las mil firmas. ¿Es que no sabéis que la Constitución protege la propiedad privada? No tenéis nada que hacer… Nos fuimos de allí rabiosas y radicalizadas.
Se unió el librero de la calle Berlinès, y Borja Querol, un abogado amigo suyo preocupado por el patrimonio, y un ingeniero técnico agrícola, Xavier Argimon, y nuestros vecinos Lluís Maria Todó e Isaïes Fanlo, y yo empecé a escribir y a sembrarlo todo de emails. Escribí a Enrique Vila-Matas, que había vivido en esta calle, creyendo que no me haría caso. Pero él estaba contemplando consternado cómo talaban una palmera frente a su casa, y su hermana acababa de llamarle desconsolada porque arrancaban unos cedros frente a su estudio de caligrafía china. Así que escribió una de sus crónicas y la tituló El fin de Barcelona.
Llamamos a Parcs i Jardins y empecé a mandarle las entradas del blog del azufaifo a Imma Mayol. Y llamé a Francesc Arroyo de El País, que se puso a investigar, y empecé a darles la lata a los de La Vanguardia, y escribí a Antoni Puigverd, y vinieron los del Avui. Imma Mayol contestó que trasplantarían el árbol, y le presentamos tres informes de expertos explicando que este árbol no sobreviviría al trasplante, y si sobrevivía, habría que podarlo tanto para sacarlo de esta calle que nunca más tendría la forma que ahora tiene.
Mientras duró el derribo, los botiguers de la calle Arimón se pusieron a vigilar y avisaban a la Guàrdia Urbana o nos llamaban cada vez que corría peligro el árbol. Alguien les habría dicho a los obreros que queríamos quitarles el puesto porque se oponían con fiereza, nos decían que el árbol estaba ya muerto, nos miraban con furia al pasar y a veces con gritos amenazadores. Yo tuve también una torpe llamada de amenazas, una voz metálica que pronunció mi nombre y dijo que si quería seguir andando tranquila por la calle me olvidase del árbol. “En mi país estarías muerta”, bromeó un amigo colombiano.
Y vinieron las cámaras de Josep Cuní, de TV3, nos filmaron al pie del azufaifo y a partir de entonces todo cambió. Los funcionarios del distrito ya no nos trataban con desdén. Y empezaron a venir todas las televisiones y radios. Y cada vez que bajábamos a filmar o grabar, se acercaba algún espontáneo loco necesitado de expresión, para vociferar que era una estupidez defender árboles y que no había derecho…
Por la calle, nos abordaban. “Vostè és la de l’arbre? L’he vist a la tele”, dijo una señora, y me contó que había intentado comprar la casa del azufaifo muchos años atrás. Unos vecinos veteranos nos trajeron fotos antiguas del barrio. Todos nos contaban historias. Que en la plaza del Camp había un cabrero, que el jardín del azufaifo llegaba hasta Mitre, que la calle Muntaner se llamaba Garriga y era tan estrecha que cuando pasaba el tranvía había que pegarse a la pared… Y se unieron voluntarios. Y Francesc del restaurante La Taula se le ocurrió comprar tela verde y repartirla… Y Vincenç y Gemma de la Matalasseria nos hacían las fotocopias, y Maribel y Ricardo en la peletería, además de vigilar el árbol, móvil y perro en ristre, recogían firmas, como también Carme y Helena el estanco y en las tiendas dietéticas y en la librería psicoanalítica y en la tienda de fotos… Todos colgaron nuestros carteles y comunicados. Y la gente se para a leerlos y a hablar del azufaifo. Y un músico le compuso una pieza. Y los constructores del barrio nos interpelan a gritos y echan bolsas de basura al pie del árbol.
Fue el jardinero Joan Bordas quien sugirió que la propuesta de que el constructor modificara el proyecto y dejara una esquinita al árbol era la “solución española”, pero que la “solución europea” consistía en expropiar todo el terreno y hacer la Placeta del ginjoler… Él nos contó que el azufaifo era el árbol más sostenible, resistente a la sequía del cambio climático, porque extiende sus raíces por las profundidades, buscando agua. Gracias a él y a Xavier Argimon, y también a Javier Montalvo y a José Manuel Sánchez Cáceres-Lorenzo, hasta yo he aprendido algo de árboles.
En un momento de impasse, llamé a Oriol Bohigas, aconsejada por su hija Glòria, y él escribió un artículo en El Periódico pidiendo La Placeta del Ginjoler.
Luego apareció otra vecina ilustre, Aurora Altisent, que tiene en su jardín un pequeño azufaifo con frutos enormes, y que ha hecho el retrato de nuestro árbol. Fue ella la que me llamó a Ibiza en agosto para decirme que nos iban a dar la plaza. Y Chelo Sastre también ofreció su ayuda, y la grafista Júlia Solans se ofreció a montar el cartel.
Y la gente empezó a venir en peregrinación a ver nuestro azufaifo. Una noche, al salir de casa, un chico me llamó desde una ventana: “¡La mujer del árbol!”, me dijo, “¡espera!”. La verdad es que cuando vuelvo a casa por las noches, miro el ginjoler inmenso y expandiéndose, como si supiera que le estamos defendiendo, y respiro de otra manera.
Todo esto ha sido una locura que me ha impedido trabajar y que ha agravado mis problemas crónicos de financiación. Me ha valido la desaprobación de alguna gente que considera una frivolidad defender un árbol cuando hay tanto sufrimiento en el mundo. Cómo si una cosa excluyera la otra o sólo pudiéramos atender a la más prioritaria. Como si mientras haya guerras, tuviéramos que dejar que nos talasen los árboles y que la mafia rusa y napolitana se repartieran el negocio del cemento en este país.
Pero el azufaifo también me ha dado sorpresas, de toda la gente que ha ofrecido a atarse al árbol o recoger firmas, de los bloggers que han puesto links, de los periodistas y escritores inspirados que han dedicado su espacio a nuestro árbol, y de los poetas y músicos que habéis aceptado colaborar en la Festa del ginjoler. El agradecimiento es una de mis principales fuentes de felicidad, y luego está la ironía de las cosas, y es que yo, que soy incapaz de buscar un patrocinador para mi blog o de conseguir una beca para acabar mi libro balcánico, haya logrado que tanta gente me apoye para salvar este árbol.
La batalla no se ha acabado. El ayuntamiento nos ha dado la plaza, pero quiere construir un edificio de cemento frente al árbol. Todos los expertos dicen que el cemento compacta el suelo y asfixiaría las raíces del azufaifo. Sólo queremos un suelo de tierra y unos bancos de madera o hierro para sentarnos a la sombra. Necesitamos quietud en vez de polvo y grúas. Hay que defenderse de la invasión de cemento que está engullendo la ciudad. Y al fin y al cabo, la lección del azufaifo es que a veces, protestando se puede conseguir algo.
Yo voy por todas partes mirando los árboles como si quisiera inventariarlos, y aunque no me atrevo a abrazarlos como hacía de pequeña, siempre que puedo los toco: me da la sensación de que son mi toma de tierra.
Muchas gracias a todos