lunes, abril 13, 2009

En El País

Foto: I.N. Esos almeces que el ayuntamiento quiere talar, en invierno, plaça Joaquim Folguera, 2009
TRIBUNA: JORDI GRACIA Del duelo a la condena Suele mencionarse de forma anecdótica o casual, pero la idea lleva un contenido de fondo poderoso. A diversos articulistas o historiadores les parece que la sociedad española no ha hecho su duelo de la guerra y de los muertos de la guerra y que, por tanto, el Estado está en deuda. Interpretan que aún queda pendiente la interiorización profunda de la barbarie del pasado porque la Ley de Memoria Histórica se habría quedado corta o trabaja en el vacío. Ni el Rey ni la Iglesia han reprobado públicamente el régimen franquista La Iglesia es un discapacitado democrático profundo Quizá 30 años de democracia y de evidente construcción de un sistema de libertades civiles, cabal y en marcha, no han bastado para satisfacer las exigencias del duelo, y eso es lo que defiende un libro reciente, que ni es casual ni es anecdótico, de Jordi Ibáñez Fanés, Antígona y el duelo (Tusquets). Pero la melancolía del libro alcanza a la transición entera, porque de ella asegura que hemos heredado una "pérdida severa de fundamentos y criterios para el discurso crítico y para una capacidad de análisis del presente". O en fórmula más breve pero no menos severa, la democracia padece hoy una "pérdida de suelo moral". Yo lo entiendo exactamente al revés: su punto de vista es el de un profesor próximo a materias filosóficas y estéticas, más que propiamente políticas e históricas, que ha buceado con apasionamiento en los debates recientes sobre la guerra, sobre las deudas de la memoria, sobre la ley misma de reciente aprobación. Su perspectiva asigna la responsabilidad de una memoria del franquismo, todavía escindida en dos bandos, a la ausencia de un rito de naturaleza privada, el duelo, que debía convertirse en público y de Estado. Desde luego, también es una exageración que desenfoca las cosas decir que la transición "supuso un malentendido moral de consecuencias incalculables", pero puede compartirse la sensación de que el pasado todavía no está interiorizado en forma de memoria compartida, como le gusta llamarla. Pero ese duelo incumplido resulta una explicación parcial, o demasiado secundaria. La posible deficiencia de la democracia, en estas materias, está en otro sitio más crudo. Yo al menos no sé verla, como hace Jordi Ibáñez, ni en el olvido o arrinconamiento del pasado durante la transición ni en un difuso, simbólico e indefinible cumplimiento final del duelo. Para mí, está mucho más clara en términos políticamente definibles e histórica y socialmente identificables que han seguido complicando la asunción del pasado: ni el Rey ni la Iglesia han expresado públicamente su condena del régimen franquista, y eso sí puede estar en el origen de algún problema de fondo. Para Jordi Ibáñez, el Estado actual es heredero del Estado franquista, pero no sé cómo ponerme de acuerdo con esaperspectiva cuando mi interpretación es justamente la contraria: lo que hizo el Estado fue hacer inviable esa herencia extinguiéndose, anulando sus fundamentos de legitimación, y los viejos o jóvenes franquistas hubieron de acatar la nueva legalidad del Estado desde 1978. Lo que desde luego no se hizo fue fundar uno nuevo, porque eso no existe ni ha existido jamás en ningún sitio. De esa interpretación se ha extraído la consecuencia de pedirle al Rey que pida perdón en nombre del Estado. Eso equivale a pedirle a la nación que se disculpe hoy por las vilezas de nuestros abuelos, lo que tampoco sé si es muy justo y resuena invenciblemente a terapia cristiana y vagamente neurótica. Pero además, las faltas son siempre nuestras, porque no se heredan las culpas de padres a hijos; en todo caso, nos protegemos contra ellas y desde luego fabricamos otras nuevas de las que nuestros hijos o nietos deberán librarse como sepan y puedan. El perdón es una categoría moral en el fondo simbólica, y esa reclamación confunde más que delimita las cosas, porque el Rey no debe pedir perdón ni por el comportamiento de su padre ni por haber aceptado la continuidad institucional que ató Franco en 1969 (sobre todo por lo que supo hacer el Rey después con esa aceptación). Si algo podría esperarse del Rey no es precisamente que encarne una culpa que no tiene, aunque hubiese podido tenerla, sino que sea portavoz sin más de la condena objetiva e irrebatible del sistema franquista, y por tanto lo repruebe abierta y llanamente. Incluso si puede ser, solemnemente: es una legitimidad de fondo que le falta a la monarquía, aunque sea irrelevante para la mayor parte de la sociedad y sea altamente improbable. Pero la clave del asunto no es social, sino moral. Porque detener el golpe de 1981 no le otorgó esa legitimación, sino la de demócrata por fin contrastado, aunque fuese de manera democráticamente atípica: fue nombrado heredero de la jefatura del Estado por quien era jefe de Estado, Franco, y asumió ese cargo para encarnar el sistema político franquista. Pero lo que hizo fue encarnarlo primero y asumir después su desmontaje. El sentimiento de duelo incumplido que puede estar en muchos, todavía hoy, no creo que lo remediase la imagen de un Rey compungido pidiendo perdón no se sabe bien a quién y en nombre de qué atrocidades y de qué víctimas: ¿todas? ¿qué hijos o nietos esperan hoy unas disculpas por atrocidades de sus padres o abuelos que prefieren no saber unos y no contar los otros? No acabaría duelo alguno con ese acto, creo yo, pero en cambio sí se me ocurre un efecto fulminante de la condena de aquel régimen por parte del Rey: un año como éste, 70 después del final de la guerra, parece ocasión pertinentísima. Y ese efecto podría ser la deslegitimación radical de la propensión malévola de un sector de la derecha política a edulcorar con indulgencia piadosa e interesada, muy católica, el mismo sistema que la Iglesia protegió y avaló durante tantos años, y que tampoco ha condenado. Es la segunda ausencia tóxica de la democracia, y en este caso todavía más grave, dada su presunta autoridad moral: las disculpas pueden exigirse de quienes se sienten dueños de una verdad inmutable y universal, y ese papel es el que ha desempeñado en dictadura y en democracia la Iglesia. Y con ambas condenas parece creíble la extinción de ese aval simbólico e indefinible, difuso pero real, que unos cuantos usan hoy para seguir difundiendo y alentando reivindicaciones disimuladas del pasado franquista o de nostalgias neofranquistas. La Iglesia es un discapacitado democrático profundo, como es obvio, y es también ingenuo esperar esa condena, dueña como es de sus verdades absolutas, pero mientras el Rey y la Iglesia no expresen esa condena de la dictadura, rotunda y con la solemnidad debida, el suelo seguirá siendo igual de estable que ahora, sin duda, pero también seguirán pensándose causas menores (como el duelo), cuando lo que queda por corregir es la debilidad moral de dos instituciones todavía incapaces de desatarse de sus propias fidelidades históricas. Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española de la UB.

domingo, abril 12, 2009

Ayer, en La Vanguardia, Gregorio Morán

Foto: I.N. Plaça Joaquim Folguera, Árboles condenados por la corrupción municipal del cemento, 2009
El éxito del modelo Berlusconi SABATINAS INTEMPESTIVAS Gregorio Morán Hay que verlo para creerlo. Rodeado de escombros y desolación, con ese rostro apergaminado por las cirugías y esa sonrisa de medio lado de los tipos a los que se les da una higa los demás, Silvio Berlusconi se dirige a todos para expresar el momento patético de la catástrofe de L'Aquila y le salen frases como “garantizar a las víctimas hipotecas de bajo tipo de interés” o deben “tomarlo como un fin de semana en un camping”. Berlusconi es uno de esos personajes que no están hechos para que la literatura los trabaje, no pueden describirse, son carne de imágenes en movimiento. Es un espectáculo audiovisual, apenas si tiene algo que ver con la letra escrita. No se le capta en su auténtica naturaleza a menos que se le vea actuar, porque lo suyo es el circo. No hace de payaso, aunque tome cosas de él; ni de trapecista, si bien le entusiasma anunciar los triples saltos mortales; ni tampoco de domador, por más que lo suyo tenga mucho de alimentar fieras. Silvio es, por encima de todo, el presentador, ese individuo de frac que habla y gesticula mientras va dando entrada a los números; el que dirige la fiesta ante el público pazguato y expectante. No creo que haya ningún secreto tras el personaje Silvio Berlusconi, porque todo lo que tiene, ya sea de patrimonio ya sea de personalidad, se puede explicar sin demasiado esfuerzo. Incluso sus actitudes, típicas de un delincuente; su desprecio por la ley y esa conciencia hoy tan celebrada incluso por la magistratura de que el delito de iniciados no paga y que los tribunales al fin y al cabo son lo más parecido a lo que en sanidad se llaman centros de primeros auxilios; se atiende a los casos urgentes con medidas de contención y paliativos, y se revierte luego el paciente a los grandes hospitales para engrosar la lista de espera. Donde sí está la intriga, la polémica, lo inquietante, es en saber quiénes y por qué le votan. En primer lugar hay que contar con el odio hacia una casta política más despreciada aún que los grandes delincuentes. Puestos a elegir para que lleve sus asuntos, mucha gente prefierea un delincuente con años de rodada a un pulpo glotón, discreto y falaz, que va arramblando con el presupuesto en nombre de un partido, de derechas o de izquierdas, eso es lo de menos, porque la diferencia en esto es casi imperceptible fuera del lenguaje, del estilo. El de Silvio Berlusconi es estentóreamente derechista, pero no en una medida tan relevante como los gestos. La palabra no tiene el más mínimo valor si la separamos del gesto. A Berlusconi hay que verlo hablar. La gran fortuna berlusconiana procede del socialismo italiano; sin Bettino Craxi no se podrían entender ciertas maneras de abordar la política o la magistratura o la política exterior de Berlusconi. Crece y se expande a partir de la gran época de los socialistas en el poder. Y yo me pregunto si en una medida similar, nosotros no hemos saltado a la gran burbuja del ladrillo y el fraude y los negocios especulativos gracias a ese periodo económico que iniciaron gentes como Miguel Boyer y Carlos Solchaga, por citar dos ejemplares genuinos de profesionales de la política y la finanza que abrieron una época y un estilo.Eso ayudaría a entender a un tipo de 72años que se comporta como un empresariocircense con los ciudadanos y comoun mafioso con sus colegas; que fabrica leyes de inmunidad para sí mismo; que ha comprado a jueces y abogados; que se ha constituido en el más rico del país; que es zafio, vulgar, lenguaraz y hortera hasta el patetismo. ¿Cómo ese hombre puede conseguir una popularidad superior al 55 por ciento de la población italiana, cuna de la insinuación política y de la teoría del Estado, y de la finezza y del compromiso, y de tantas otras cosas como hemos aprendido de la laberíntica clase política italiana desde hace siglos, incluso antes de que se llamara italiana? Pues posiblemente por eso, porque la sociedad ha cambiado y porque la escala de valores de una sociedad castigada por una clase política de rapiña y doblez convierte a la ciudadanía en personajes de Hobbes; te merece más confianza un jefe de estafadores que el sicario de un aspirante. No es sólo que puestos a robar, haya una mayoría que prefiera a unprofesional que a un novato. Ahí no está el peligro. Lo inquietante viene cuando robar no está mal visto si algo de ello revierte luego a los demás.
Lo llamativo de un jefe de Gobierno como Berlusconi no consiste en que la gente conozcayobvie su categoría de delincuente, sino que su categoría de delincuente con grados de veteranía constituya un atractivo político. Y quizá sea esto lo que nos negamos a ver y mucho menos a admitir. Un ladrón, un estafador, un tipo corrupto, públicamente conocido como tal, representa una opción recomendable para una sociedad donde se admira al gran delincuente y se ridiculiza al robaperas. Es sabido que la casta privilegiada de los diputados en Italia supone tal cantidad de prebendas, desde las económicas –viene a salir por unos 19.000 euros al mes– hasta las de la vida cotidiana, que es lógico que uno no tenga por qué hacer ejercicios de contrición y equilibrio para votar entre un chorizo pequeño o un chorizo grande. Nuestra sociedad, la española, que está mucho menos formada en el juego de la política –Franco solía decir “haga usted como yo y no semeta en política”– tiende a la abstención, porque la política profesional aún no está irremisiblemente desprestigiada, aunque camina hacia allá a marchas forzadas. El alcalde de Alcaucín, un pueblo malagueño de dos mil y pico habitantes, fue detenido y encarcelado por recalificar suelo rústico para que un puñado de empresarios y arquitectos construyeran buenas casas que luego vendían a extranjeros. Un albañil, con dos hijas, también detenidas, pero “todos muy buena gente”, al decir del pueblo, tanto que hasta era “cantaor” y tenía su prestigio en el cante como “Pepe Calayo”, nombre artístico de José Manuel Martín Alba, socialista y alcalde veterano; cinco elecciones seguidas con mayoría absoluta ¿Alguien duda que el tal Martín, albañil, cantaor y recalificador de suelo rústico para su beneficio y el de los suyos, volvería a ser elegido y con mayoría absoluta? ¿Y qué decir de la alcaldesa aragonesa de La Muela, que conforme se forraba aumentaba su número de votos hasta alcanzar la mayoría más absoluta posible? Alcaldesa de por vida de no ser porque una denuncia la ha llevado a la cárcel. María Victoria Pinilla, del Partido Aragonés, toda una estrella que consiguió llevar al pueblo a Julio Iglesias, a precio de vellón, como es debido, pero mientras ella se enriquecía había para repartir y al pueblo le tocaron tres museos y una plaza de toros de alta tecnología. Eternamente agradecidos, la volverían a votar. Miles de ciudadanos, cada vez que pasábamos a la vera de Castro Urdiales, en la entrada de Cantabria desde Euskadi, nos quedábamos pasmados ante aquel derroche de ladrillo que convirtió un pueblo encantador en un agobiante hormiguero. Al fin acaban de detener al alcalde y a su predecesor. Una revisión de los patrimonios de todos los alcaldes españoles, y sus familiares, que en los últimos diez años convirtieron suelo rústico en urbanizable, llenaría las cárceles. Sería una crisis de Estado, porque la mayoría de los ciudadanos están felices, convencidos de que algo les ha tocado en la rebatiña del fraude, de la estafa y del globo inmobiliario. Si no partimos de esto, jamás entenderemos cómo ha sido posible el estruendoso silencio que ha rodeado el informe Auken sobre la economía española en la última década solicitado por el Parlamento Europeo y que presentó recientemente la danesa Margrete Auken. Fue aprobado en Estrasburgo por 349 eurodiputados, con el voto negativo del PP y la abstención del PSOE. En él está escrito que nuestro crecimiento económico era “insostenible”, que alimentamos una “corrupción endémica” compartida por todas las administraciones, “la central, las autonómicas y las locales”, amparadas en una judicatura incompetente y venal. Eso explica el éxito del modelo Berlusconi. Es exportable y fácil de adaptar.

miércoles, abril 01, 2009

Pensamientos ante el panorama apocalíptico

Foto: I.N., Balcones del Eixample, Barcelona, 2009
¿Qué será de nosotros? Nos bombardean con noticias atroces, nos dicen que la confianza es vital para que la maquinaria funcione, todos los días vemos despidos masivos y anuncios de lo peor, y el espectáculo de un presidente que no parece saber nada, un vicepresidente económico deprimido y una oposición corrupta que no ofrece ninguna solución más que el "quítate tú para ponerme yo".
En Le Monde, leo las declaraciones del horrible Sarkozy ante el G20 y me da la impresión de que al menos Merkel y él tienen una idea ante la crisis, una idea que puedo compartir y de la que también habla Obama con sus medidas: acabar con los paraísos fiscales, cortar la gran rapiña de todos los altos ejecutivos que se duplican los sueldos y reparten primas millonarias aunque estén al borde de la quiebra y eso suponga dejar a la gente en la calle o no poder pagarles sus sueldos o apoderarse de sus ahorros.
Los que tenemos un pasado de rojerío siempre hemos sabido que los banqueros eran simples usureros y los ricos, ladrones de guante blanco. Y pese a todo resulta espectacular comprobarlo con pelos y señales, ver escrito cómo esa gente rapiña, cómo se repartían primas millonarias en USA los mismos que recibían ayudas federales, cómo aquí, el año pasado, cuando ya se sabía bastante lo que venía, se duplicaban el sueldo los ejecutivos de la Caja ahora intervenida por el Banco de España. O esos parlamentarios a tiempo parcial, llenos de negocios múltiples a los que financiamos, y tantos otros de juntas y consejos de empresas y entidades financieras. O cómo a medida que avanzaba la crisis y los despidos, y crecía el endeudamiento brutal de los engañados e hipotecados españoles, año tras año y hasta hace poco los banqueros -de este sistema financiero español que tanto se ensalza- repartían pingües beneficios entre sus altos ejecutivos. Hace falta coraje político para atreverse a frenarles (políticos vendidos, ay), pero quien no lo tenga, ¿adónde nos llevará?
También es verdad que Merkel y Sarkozy tienen electorados exigentes, que no les reelegirán si no demuestran rápidamente que tienen soluciones. Aquí es otro cantar y los políticos reflejan la pasividad estupidizada de los ciudadanos. No es casual que nuestro ayuntamiento destruya el patrimonio y tale los árboles, en la misma ciudad donde la gente tira la basura al suelo (o al jardín del azufaifo) aunque haya contenedores y papeleras. En Francia algunos trabajadores (Caterpillar) han empezado a retener a grandes empresarios en secuestros de horas. Es sólo un precedente de las cosas que pueden ocurrir si no se frena el pillaje de esos forajidos de alto copete.
Hay que volver a mover la maquinaria, nos dicen. Pero para eso hay que tomar decisiones y corregir los abusos monstruosos de un sistema que siempre se basó en la injusticia.