
Al volver de Cadaqués, me sorprenden las luces navideñas, de una estética completamente pueblerina y obsoleta, que afean las calles: Balmes, Muntaner (Mandri siempre un poco más discreto, aunque este año se han excedido en el color) y le dan a la ciudad un aire tercermundista, o mejor dicho, que devuelven a aquella estética franquista de villancico mal cantado y obscena fealdad.
Siempre me pregunto de qué nos sirve que Barcelona sea o crea ser "la ciutat del disseny". Si uno pasea por Berlín, por París, por Londres, por Milán, casi por cualquier ciudad alemana o francesa, verá que los rótulos de las tiendas y bares en las calles, las estaciones de metro, cualquier señalización está mejor diseñada, es más agradable a la vista y fácil de leer, todo se mueve en una cierta coherencia, mientras que en Barcelona, los rótulos gigantescos de la fealdad lo invaden todo, edificios históricos de mayor o menor importancia, sin contención de tamaño, sin encajar con estructura alguna, ensuciándolo todo. ¿De qué nos sirve tener tantos diseñadores gráficos e industriales con prestigio si lo que nos rodea no sólo no mejora sino que abunda en lo mismo y se multiplica?
Las nuevas estaciones de los Ferrocarrils de la Generalitat son de una fealdad desalmada y mezquina, al olor hediondo de cloacas se suma un material gris frío y brillantemente hortera. Tal vez ninguno de los responsables han estado nunca en el aeropuerto de Frankfurt, por ejemplo, donde supieron combinar el gris y el naranja con materiales dignos (banquetas de bar con asientos de cuero gris, hipercómodas), de forma que todo parezca neutro pero humano, es decir, diseño al servicio del usuario, lugares cómodos y relajantes, como las sillas de metacrilato colgantes que en el aeropuerto de Munich permiten dormitar o leer en suspensión (y donde siempre se sienta Elfriede Jelinek). O el buen diseño industrial inteligente y humano de los países nórdicos, donde la comodidad, la simplicidad, la belleza no parecen estar reñidas. No digo que "fuera" todo sea buena qrquitectura, preservación y buen diseño. Al fin y al cabo, las palabras gentrification y disneyfication son anglosajonas. Pero diría que la furia constructora no destruye tanto como aquí y que la rotulación y señalización y el packaging generalizados denotan una mayor cultura. Y es lógico, al fin y al cabo, si aquí nadie lee ni reflexiona, ¿cómo iba a ser de otra manera?
En Barcelona, siguen talando árboles centenarios y permitiendo que cualquier fealdad invada y estropee la belleza indiscutible de la ciudad de siempre, la belleza histórica.
Los sobres de correos son de pesadilla (mientras que los franceses y americanos son maravillosos), por no hablar de los sellos, la mayoría del packaging en los supermercados es espantoso (salvo algunos paquetes extranjeros aún no adaptados al mal gusto español), incluso las obras de arquitectos que en otros lugares del mundo proyectan edificios impecables y respetuosos con su entorno (Herzog y De Meuron, qué decepción verlos aquí), aquí parecen demostrar su lado oscuro. No lo digo yo, lo saben muchos: el cliente institucional de aquí no es exigente ni tiene las ideas claras, ni tal vez el presupuesto para acabar las cosas bien, o bien pierde parte de ese presupuesto en intermediarios y honorarios excesivos, y al final, un proyecto que podría haber sido bueno se convierte en une gaffe. Y mientras tanto tiran todo lo posible, desaparecen edificios dignos y construidos con mejores materiales, y son sustituidos por esa nueva arquitectura mediocre de la que se enorgullece en su folleto Núñez y Navarro, por poner un ejemplo, arquitectura como la que vemos en la web de Supportis. Todo es Arquitectura y lágrimas, como en aquel libro (agotado, que nadie reedita). O esos locales incómodos, fríos, llenos de ruido ensordecedor (es decir, mal insonorizados), sin ganchos para colgar el bolso, con lavabos donde uno no puede salir o entrar sin tocar el váter o hacerse daño con la puerta, grifos donde el agua sigue corriendo al acabar, en tiempos de escasez, luz excesiva y desfavorecedora, barras demasiado altas, banquetas o sillas antiergonómicas, lugares expuestos que impiden ninguna intimidad, mesas apretujadas que obligan a una promiscua intimidad con los desconocidos no siempre agradables (eso también pasa en París, todo hay que decirlo, aunque los desconocidos no me resulten siempre tan desagradables allí, tal vez gracias a la lengua o la cultura), y donde eso sí, predomina un "aspecto de diseño" que nada tiene que ver con el oficio. Por no hablar de todos los recipientes que cada vez cuesta más abrir, algunos peligrosos, como los botes de lejía, sobres excesivos con papel no reciclado, ascensores que vuelven automáticamente a planta gastando energía superflua, lugares mal señalizados que obligan a dar vueltas a los viajeros y recién llegados, esas postales grandes, mazacotas y brillantes que han sustituido a las bonitas pequeñas postales de siempre, las cajas de cerillas (¡La golondrina, Tres estrellas! Eran preciosas, son triste y obscenamente feas) y un larguísimo etcétera. Todavía no han comprendido que diseñar no significa "parecer" sino adaptarse a las necesidades del objeto, el usuario, el entorno, la sostenibilidad y también buscar una cierta armonía.
¿Por qué es tan difícil, en una ciudad donde no quedan apenas calles sin locales comerciales (pese a todo, en París o Londres se puede aún pasear por calles sin ningún rótulo comercial, a solas con los pensamientos o la conversación y la piedra de los muros, y es un alivio), encontrar un bar agradable donde reunirse sin sentirse agredido por el ruido y la fealdad?
¿No podrían nuestros flamantes y prestigiosos diseñadores mejorar esa fealdad que nos rodea? ¿O es que nadie les escucha? ¿O acaso los responsables de la fealdad son más y más poderosos? Algunos vamos buscando rincones de belleza donde refugiarnos, pintando de negro las cajas de cerillas, comprando productos por la etiqueta anticuada, guardando todo lo viejo... Y no crean que hago laudatio temporis actii. Ni que reniego de todo. Aunque el tema no me produzca las emociones que suscita por estos lares, conozco algunos diseñadores que han hecho un buen trabajo silencioso. Incluso en mi familia hay alguna buena diseñadora, justamente laureada. A mí me gustaba la modernidad, y aunque no me sienta d'eixe món, simpatizo con la reflexión del arte contemporáneo, escribo y leo ahora, no creo que haya que imitar ni disimular el paso del tiempo, pero creo que hay que valorar mejor antes de despreciar y destruir, entender por qué las cosas se hacían de una u otra manera, que hay que preservar y procurar que la innovación valga la pena. Es más, creo que no habría que restaurar con esa ligereza, que convierte un barrio antes bonito (y genuino), como era Sarrià, en otro Poble Espanyol, otro lugar disneyficado y falso... Ni hacer libros de letras ilegibles o colores que dificultan la lectura, como hacen algunos diseñadores analfabetos.
Y es que, mal que nos pese, esta ciudad, que ha sido tan bonita, lo es menos cada día que pasa. Por eso yo necesito salir de aquí periódica, cíclicamente, viajar a ciudades donde (a pesar de la gentrificación y la disneyficación globales) aún predomina la belleza.