Foto: Radomir Kovač, uno de los ocho serbobosnios juzgados en Foča.
Traduzco un libro de la escritora y periodista Slavenka Drakulic en que retrata a algunos criminales de guerra balcánicos, un libro necesario no sólo para comprender lo que ocurrió en la llamada guerra de los Balcanes, sino también para recordar lo que es la naturaleza humana. El acusado asiste impertérrito e indiferente al juicio mientras frente a él, la madre de una niña de 12 años que fue hecha prisionera por él y que tras ser recluida, violada y esclavizada, fue vendida a un soldado montenegrino por 200 marcos alemanes y nunca más apareció, intenta declarar pero no le salen las palabras, sólo una especie de gemido ahogado. Es un juicio histórico, ya que por primera vez se consideró en Europa que las violaciones eran crímenes de guerra.
La autora habla de la necesidad de juzgar y condenar a los criminales de guerra para que un país afronte lo ocurrido y pueda cerrar así un capítulo sangriento de su historia. Algo que no se está haciendo como se debería, ya que muchos criminales siguen en libertad, algunos testigos tienen demasiado miedo a las amenazas para declarar y mucha gente no quiere oír la verdad, prefiere olvidar un periodo en que se aprovechó o miró a otro lado para no ver las atrocidades.
A mí, todo eso me resulta desgraciadamente familiar. En este país hemos vivido sabiendo que no sólo no se juzgó ni condenó a los criminales de guerra ni a los torturadores de la posguerra, sino que muchos recibieron medallas y honores y han vivido o viven tranquilamente cerca de las víctimas o sus familiares. Otros implicados en la represión han continuado ejerciendo cargos públicos en esta tan extraña democracia nuestra. Y ahora, la Ley de (Des)Memoria Histórica impide el acceso a los archivos donde se incluyen nombres de esos perpetradores.
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